EPÍSTOLAS FAMILARES
El término epístola proviene del
griego ἐπιστολή, epistolé, y significa “carta
misiva formal que se dirige a un conjunto de personas; especialmente, las
enviadas por los apóstoles a las diversas comunidades cristianas”. También se define
como parte de la misa católica en que se lee o se canta algún fragmento de las
cartas escritas por los apóstoles.
La epístola es un texto comunicativo
entre el escritor-emisor y el destinatario-receptor. En la actualidad es un
término arcaico, por lo general restringido en su uso a las cartas didácticas
sobre ética o religión y particularmente para referirse a los libros del Nuevo Testamento que reciben el nombre de "epístolas",
donde se recogen las escritas por algunos apóstoles destinadas a las
comunidades cristianas primitivas. A este respecto son famosas las epístolas de
Pablo de Tarso (epístolas paulinas).
El género epistolar fue común en el
Antiguo Egipto como parte del
trabajo de los escribas y están recogidas bajo el nombre de Sebayt (instrucciones),
estando datadas las más antiguas en el siglo XXV a. C.
También nos han llegado de la Antigüedad las
Epístolas de Horacio (Epistula ad Pisones, Arte poética) y Séneca a Lucilio.
En el Humanismo renacentista, la
epístola se transformó en un género literario ensayístico con intenciones, la
mayoría de las veces, didácticas o morales.
También recibe el nombre de epístola la
composición poética en la que el autor se dirige a un receptor, real o
imaginario, que se considera ausente, siendo su forma métrica habitual el
terceto encadenado o verso blanco. Pero también se prodigaron las epístolas en
prosa como mero pretexto para el desahogo personal.
Petrarca escribió cartas a escritores paganos y
cristianos de la Antigüedad
(a Cicerón y a San Agustín); Erasmo compuso cientos de epístolas; en
España, Hernández del Pulgar con sus Letras,
o fray Antonio de Guevara, con sus Epístolas familiares.
En el siglo XVII, las Cartas filológicas de Francisco Cascales. En el
siglo XVIII, Montesquieu lo utilizó como recurso literario para la crítica
socio-política en sus Cartas persas,
que José de Cadalso imitó
en sus Cartas marruecas. Entre las de otros ilustrados
españoles destacan las
humorísticas Cartas de Juan del Encina de
José Francisco de Isla y el Epistolario de Leandro Fernández de Moratín.
En el siglo XIX, además de Benito
Pérez Galdós y Juan Valera,
hay que reseñar la colección de Modelos
para cartas de Rafael Díaz
de la Cortina. Ya en el siglo XX hay que
destacar la polémica que despertó la
Carta al General Franco de Fernando Arrabal.
Fray Antonio de Guevara, Obispo de Mondoñedo, relata en
sus Epístolas familiares (Epístola XXV, dirigida
a D. Pedro de Acuña, conde de Buendía):
“Tenemos muy gran trabajo los cortesanos
con el enjambre de los que en la
Corte se nos hacen amigos, los cuales se asientan muy
despacio y se arrellanan en una silla, no a preguntaros algún caso de
conciencia o a hablar algo de la Escritura
Sagrada , sino a murmurar, diciendo que el rey no firma y el
Consejo que no despacha; contadores que no libran, los privados que todo lo
mandan, obispos que no residen, los secretarios que roban, los alcaldes que
disimulan, los oficiales que cohechan, los caballeros que juegan y las mujeres
que se desmandan. Pensad, señor, que a un hombre docto, leído y recogido y
ocupado no le es más perder el tiempo en oír estas nuevas que curarse con
zarazas; porque la murmuración, para que se tome gusto en ella, ha de ser
malsín el que la dice y maligno el que la oye. Dicen que decía el buen
marqués de Santillana que lenguas malignas y orejas malignas hacían que fuesen
las murmuraciones sabrosas. Hay tantos hombres en esta Corte holgazanes,
sobrados, ociosos, vagabundos y malignos, que si Lorenzo Temporal es tan
grande oficial en refinar paños como ellos son en tundir las vidas de prójimos,
a buen seguro daríamos más por el refino de Segovia que por la grana de
Florencia”.
Y en la Epístola XLI , dirigida a D. Alonso de Fonseca,
obispo de Burgos, presidente del Consejo de Indias:
“Escrebisme, señor, que os escriba qué
es lo que dicen por acá de vuestra señoría; y para hablar con libertad y
deciros la verdad, todos dicen en esta Corte que sois un muy macizo cristiano y
aun un muy desabrido obispo. También dicen que sois largo, prolijo, descuidado
e indeterminado en los negocios que tenéis entre manos, y con los pleiteantes
que andan tras vos; y lo que es peor de todos, que muchos dellos se vuelven a
sus casas gastados y no despachados. También dicen que vuestra señoría es
bravo, orgulloso, impaciente y brioso, y que muchos dejan indeterminados sus
negocios por verse de vuestra señoría asombrados. Otros dicen que sois hombre
que tratáis verdad y sois amigo de verdad, y que a hombre mentiroso nunca le
vieron ser vuestro amigo. También dicen que sois recto en lo que mandáis,
justo en lo que sentenciáis y moderado en lo que ejecutáis; y lo que más es
de todo, que en cosa de justicia no tenéis pasión ni afección en determinarla.
También dicen que sois compasivo, piadoso y limosnero; y lo que no sin gran
alabanza se puede decir, que a muchos hombres y necesitados que quitáis la
hacienda con justicia, se la dáis por otra parte, de vuestra cámara. No os
maravilléis, señor, de lo que digo, pues, yo no me escandalizo de lo que
hacéis; porque de las unas obras y de las otras se puede colegir que no hay
hombre en el mundo tan perfecto, que no haya en él que remendar, ni le hay tan
malo que no haya en él que loar. Notan los historiadores a Homero de
vanílocuo, a Alejandro de furioso, a Julio César de ambicioso, a Pompeyo de
superbo, a Demetrio de vicioso, a Aníbal de pérfido, a Vespasiano de codicioso,
a Trajano de virolento, y a Marco Aurelio de enamorado. Entre varones tan
ilustres y tan heroicos como fueron todos estos, no es mucho que paguéis,
señor, una libra de cera por entrar en su cofradía; y esta libra será, no
porque sois mal cristiano, sino porque no sois bien sufrido. No hay más
virtud más necesaria en el que gobierna república, como es la paciencia; porque
el juez que se mide en las palabras que dice, y disimula las injurias que le
dicen, podrá descender, mas no caer. Los prelados y presidentes que tenéis
cargo de gobernar pueblos y determinar pleitos, mucho más que nosotros habéis
de vivir recatados, y ser más sufridos; porque si somos de vosotros juzgados,
creedme que también sois de nosotros mirados. No hay cosa en el mundo más
cierta, que el que es temido de muchos, haya de temer a muchos; y si yo quiero
ser juez de vuestra hacienda, luego habéis de ser vos veedor de mi vida; y de
aquí es, que muchas veces es más damnificado el juez en la fama, que no el
pleiteante en la hacienda”.
¿A que les suena de actualidad?
Luis
M. Garrido.
Abogado.