lunes, 8 de junio de 2015



Kilómetro 0

     La estación de Moncloa es una de la más concurridas de Madrid. Situada en la garganta de la calle Princesa, sus zigzagueantes pasillos desembocan en transportes de diversa índole. El metro, aunque el más utilizado por la mayoría de los residentes, también es el método más rápido que se puede encontrar para llegar a un destino meticulosamente premeditado o, simplemente, para conseguir algo de dinero fácil en una ciudad con más de seis millones de habitantes. Es allí donde me encontraba la mañana del 21 de mayo de 2015. Levemente apoyada sobre el falso tabique que indica “Línea 3”, acaricié el dorso del libro que me estaba leyendo. “Lolita”, de Vladimir Nabokov, debió convertirse en un gran escándalo nada más publicarse. Es un tema interesante el cuestionarse hasta qué punto acciones tan despreciadas por la sociedad como la pederastia pueden ser tratables psicológicamente. Mientras meditaba acerca de ello, una mujer se acercó a mí:
        Perdone, ¿este metro va para la estación de Sol? – la señora mayor me mostraba una sonrisa a medio camino entre la educación y el fingimiento, lo cual no restaba importancia a su aspecto enternecedor.
        Sí, tan solo faltan 2 minutos – respondí, señalando con mi dedo índice la pantalla en la que letras rojas como sangre cambiaban rápidamente.

     La mujer se acercó al banco de hierro situado a mi derecha y, con levedad, se sentó en él. Mis ojos se posaron en mi dedo, cuya uña era prácticamente inexistente. Podría decir que soy una persona nerviosa que se come las uñas cuando su estado se encuentra algo alterado, pero mentiría. Me como las uñas desde que tengo uso de razón: a veces por aburrimiento, otras por nerviosismo y casi siempre por costumbre. De repente alcé mis ojos y el andén estaba prácticamente lleno. Agarré mi bolso situado entre mis pies y me acerqué a la línea disuasoria que separa el andén de los viajeros. El metro se deslizó sutilmente y sus puertas se abrieron. El aparato nos engulló como una araña a su atrapada presa.

     Fui de las últimas pasajeras en entrar, de modo que todos los asientos estaban ocupados. No me importó, pues cuando leo apenas noto la diferencia entre cuando estoy sentada o simplemente apoyada en hierro forrado. Me situé en el espacio que separa los vagones y observé el entorno durante unos segundos. La mayoría de la gente eran jóvenes que venían de la universidad, como yo. Estaban pendientes de sus teléfonos móviles. Un señor mayor sentado a mi derecha leía un periódico mientras sus ojos patinaban por entre las líneas. El metro avanzó y yo abrí mi libro. Página 263: Lolita va a representar una obra de teatro.

     El tren paró en la estación de Argüelles y un chico joven con camisa a rayas entre marrón y mostaza sacó un libro de su bandolera. Giré enérgicamente la cabeza cuando se agarró a la barra pintada de amarillo justo a mi lado. Me gusta fijarme en los títulos de los libros que leen mis compañeros de viaje. Creo firmemente que una persona puede ser juzgada por los libros que ha leído. Una vez conocí a un chico que solo leía a poetas suicidas. Para sorpresa de nadie, padecía depresión.

     Plaza de España. Un señor mayor con americana de cuadros gris y azul entró y, con sus cansados ojos que tanta condición humana han visto, dio un rodeo al vagón. Nadie se levantó. El señor pasó al lado del chico con la camisa a rayas y se acomodó entre una mujer cuarentona que juega con el teléfono móvil y mi cuerpo. Sus ojos se clavaron en el sucio suelo mientras yo me preguntaba qué estaría pensando ese pequeño ser que tan indefenso se presentaba ante mi visión. Quizá se estuviera acordando de otra época, cuando era joven y cedía el asiento a las personas mayores. Tal vez pensase en lo lejos que veía la vejez por entonces, cuando las promesas no estaban aún incumplidas y todo estaba por hacer. 

     Una robótica voz me trasladó de nuevo al mundo: “Próxima parada, Sol”. Guardé a Nabokov en mi bolso de tela impermeable y observé expectante la posición del joven de camisa de rayas: también él se disponía a abandonar el medio de transporte. El tren paró, no sin algo de brusquedad, y la mitad de los viajeros salimos respirando aliviados. Abandoné la estación de Sol lo antes posible. Al subir las escaleras mecánicas, mis ojos se cegaron por su contacto con el purpurinoso sol.

     Serpenteé por entre la gente que se hacía fotos en la siempre llena Puerta del Sol. De fondo se oían gritos y pitidos y me percaté de que todos los allí presentes tenían girada su cabeza hacia la misma dirección. Los trabajadores de TeleMadrid, la televisión autonómica de la comunidad, estaban protestando por algo. No me quedé a mirar. Quería llegar lo antes posible al kilómetro cero, observar la placa que simbolizaba el centro, sentirme entre el todo y la nada. Finalmente llegué, aunque nada ocurrió. La densidad del aire me rodeaba y cerré los ojos: estaba en el centro.

Rebeca Garrido Virtudes.
 Graduada en Periodismo.

      

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