Kilómetro 0
La
estación de Moncloa es una de la más concurridas de Madrid. Situada en la
garganta de la calle Princesa, sus zigzagueantes pasillos desembocan en
transportes de diversa índole. El metro, aunque el más utilizado por la mayoría
de los residentes, también es el método más rápido que se puede encontrar para
llegar a un destino meticulosamente premeditado o, simplemente, para conseguir
algo de dinero fácil en una ciudad con más de seis millones de habitantes. Es
allí donde me encontraba la mañana del 21 de mayo de 2015. Levemente apoyada
sobre el falso tabique que indica “Línea 3” , acaricié el dorso del libro que me estaba
leyendo. “Lolita”, de Vladimir Nabokov, debió convertirse en un gran escándalo
nada más publicarse. Es un tema interesante el cuestionarse hasta qué punto
acciones tan despreciadas por la sociedad como la pederastia pueden ser
tratables psicológicamente. Mientras meditaba acerca de ello, una mujer se
acercó a mí:
–
Perdone,
¿este metro va para la estación de Sol? – la señora mayor me mostraba una
sonrisa a medio camino entre la educación y el fingimiento, lo cual no restaba
importancia a su aspecto enternecedor.
–
Sí,
tan solo faltan 2 minutos – respondí, señalando con mi dedo índice la pantalla
en la que letras rojas como sangre cambiaban rápidamente.
La
mujer se acercó al banco de hierro situado a mi derecha y, con levedad, se
sentó en él. Mis ojos se posaron en mi dedo, cuya uña era prácticamente
inexistente. Podría decir que soy una persona nerviosa que se come las uñas
cuando su estado se encuentra algo alterado, pero mentiría. Me como las uñas
desde que tengo uso de razón: a veces por aburrimiento, otras por nerviosismo y
casi siempre por costumbre. De repente alcé mis ojos y el andén estaba
prácticamente lleno. Agarré mi bolso situado entre mis pies y me acerqué a la
línea disuasoria que separa el andén de los viajeros. El metro se deslizó
sutilmente y sus puertas se abrieron. El aparato nos engulló como una araña a
su atrapada presa.
Fui
de las últimas pasajeras en entrar, de modo que todos los asientos estaban
ocupados. No me importó, pues cuando leo apenas noto la diferencia entre cuando
estoy sentada o simplemente apoyada en hierro forrado. Me situé en el espacio
que separa los vagones y observé el entorno durante unos segundos. La mayoría
de la gente eran jóvenes que venían de la universidad, como yo. Estaban
pendientes de sus teléfonos móviles. Un señor mayor sentado a mi derecha leía
un periódico mientras sus ojos patinaban por entre las líneas. El metro avanzó
y yo abrí mi libro. Página 263: Lolita va a representar una obra de teatro.
El
tren paró en la estación de Argüelles y un chico joven con camisa a rayas entre
marrón y mostaza sacó un libro de su bandolera. Giré enérgicamente la cabeza
cuando se agarró a la barra pintada de amarillo justo a mi lado. Me gusta
fijarme en los títulos de los libros que leen mis compañeros de viaje. Creo
firmemente que una persona puede ser juzgada por los libros que ha leído. Una
vez conocí a un chico que solo leía a poetas suicidas. Para sorpresa de nadie,
padecía depresión.
Plaza
de España. Un señor mayor con americana de cuadros gris y azul entró y, con sus
cansados ojos que tanta condición humana han visto, dio un rodeo al vagón.
Nadie se levantó. El señor pasó al lado del chico con la camisa a rayas y se
acomodó entre una mujer cuarentona que juega con el teléfono móvil y mi cuerpo.
Sus ojos se clavaron en el sucio suelo mientras yo me preguntaba qué estaría
pensando ese pequeño ser que tan indefenso se presentaba ante mi visión. Quizá
se estuviera acordando de otra época, cuando era joven y cedía el asiento a las
personas mayores. Tal vez pensase en lo lejos que veía la vejez por entonces,
cuando las promesas no estaban aún incumplidas y todo estaba por hacer.
Una
robótica voz me trasladó de nuevo al mundo: “Próxima parada, Sol”. Guardé a
Nabokov en mi bolso de tela impermeable y observé expectante la posición del
joven de camisa de rayas: también él se disponía a abandonar el medio de
transporte. El tren paró, no sin algo de brusquedad, y la mitad de los viajeros
salimos respirando aliviados. Abandoné la estación de Sol lo antes posible. Al
subir las escaleras mecánicas, mis ojos se cegaron por su contacto con el
purpurinoso sol.
Serpenteé
por entre la gente que se hacía fotos en la siempre llena Puerta del Sol. De
fondo se oían gritos y pitidos y me percaté de que todos los allí presentes
tenían girada su cabeza hacia la misma dirección. Los trabajadores de
TeleMadrid, la televisión autonómica de la comunidad, estaban protestando por
algo. No me quedé a mirar. Quería llegar lo antes posible al kilómetro cero,
observar la placa que simbolizaba el centro, sentirme entre el todo y la nada.
Finalmente llegué, aunque nada ocurrió. La densidad del aire me rodeaba y cerré
los ojos: estaba en el centro.
Rebeca Garrido Virtudes.
Graduada en
Periodismo.
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